Sirio es el nuevo trabajo de Martín López Lam,
un autor y editor —responsable de Ediciones Valientes— del que sigo
todo lo que hace. No es sólo que tenga talento y ambición a la hora de
afrontar cada proyecto; es que ha conseguido una cualidad inestimable.
López Lam es imprevisible. Ninguna obra es igual a la anterior, y es
imposible saber qué será lo próximo que haga. Y no me refiero sólo a
géneros o formatos, sino también —sobre todo— a lo gráfico.
López Lam se dio a conocer con un libro de historias cortas de naturaleza costumbrista, Parte de todo esto (De Ponent, 2011), con una parte literaria ampliamente desarrollada y un dibujo a tinta vigoroso y oscuro, sucio.
Pero, al mismo tiempo, daba rienda suelta a su vena más experimental,
solo o acompañado de otros autores, en proyectos autoeditados sin
ataduras, o en su webcómic Chemtrail, prácticamente abstracto.
Pero sus obras más potentes parecen estar llegando ahora, cuando, de
algún modo, ha encontrado un camino que transita al mismo tiempo por los
dos territorios. En esta línea Balada (Ediciones Valientes, 2015) fue un cómic excelente, pero Sirio, el libro que ahora edita Fulgencio Pimentel, lleva la obra de López Lam a otro nivel.
Sirio cuenta una historia,
sí, pero más parece una concesión al lector, un asidero para no
volvernos locos ante el despliegue gráfico, acompañado de ideas crudas y
emociones sin filtrar. Imágenes poderosas que se distribuyen por las
páginas sin reglas, con técnica mixta: aquí una trama mecánica de
puntos, aquí un collage, aquí fotografías, aquí un poco de
apropiacionismo, aquí pintura, aquí estampado, aquí nos rozamos con la
abstracción. El dominio de las herramientas por parte de López Lam es ya
el de un autor que ha entrado en la madurez sin renunciar a la
experimentación un poco inconsciente más propia de autores jóvenes. Él
la dota de un sentido y la imbrica en lo sensorial: lo gráfico es
emocional, de hecho. Conoce y controla los discursos de las vanguardias
pictóricas, pero no los reproduce sin más, sino que en su obra hay una
voluntad de subvertir y resignificar elementos específicos de la
historieta, y de ahí que recurra al cómic clásico —tanto americano como
japonés, que él mismo reconoce que fue esencial en su adolescencia—, al
tramado de puntos y a variaciones de la línea propias del dibujo de
cómic. Una doble página en la que las formas voluptuosas de las nubes y
la carne se desatan sin control; una página donde un cielo pintado se
derrama sobre la tierra, aplastándola; un rostro desdibujado, fundido
con la oscuridad de la noche a doble página; una confusión de líneas y
tramas que parece abstracta pero en la que nuestro cerebro, a los pocos
segundos, puede encontrar las formas de unos perros hurgando en la
basura. Todo son muestras de que se sabe lo que se está haciendo.
Los colores escogidos para el bitono del
libro, azul y amarillo —casi dorado— transmiten abulia y pesadez, y
contrastan, cuando se combinan, perfectamente: el azul sugiere
profundidad, el amarillo sobresale. El azul nos hunde en la página, el
amarillo parece escapar de ella. Los cielos plomizos de López Lam,
llenos de sus nubes, símbolo recurrente en su obra, caen sobre
la pareja protagonista, una chica y un chico que residen en un complejo
de apartamentos durante un verano. Días interminables y noches calurosas
a las que el color y el trazo grueso de López Lam dotan de una cualidad
viscosa, sudorosa. En ese calor omnipresente, que altera los sentidos
—y por tanto la realidad, borrosa y mutable, como mutables son las
composiciones de página del libro— y que permite que pasen cosas
inexplicables, fantásticas, es donde tal vez pueda rastrearse
el origen latinoamericano del autor: es imposible no recordar algunas de
las obras clave del realismo mágico al experimentar los efectos de esas
temperaturas que no dan tregua a los dos protagonistas. «La canícula
avanza. Nos consume».
López Lam es también un buen escritor.
Me refiero, por supuesto, a un buen escritor de cómics, que no tiene
nada que ver con escribir prosa. Lejos de usar los textos para que la
palabra concrete la indefinición de los dibujos, para hacerle al lector
más comprensible lo que sucede —o decirle lo que debe interpretar— su tono lírico y distanciado, críptico, potencia el extrañamiento de las imágenes. Añaden matices y nos aportan cierta
información que sólo plantea más preguntas, que no tienen un sentido
claro. Por ejemplo: los protagonistas vagan por un paraje desolado, y de
pronto el dibujo se convierte en fotografía. El texto nos indica: «Ya
no estamos seguros de permanecer en el mismo lugar».
En Sirio hay una voz narradora
en primera persona, la del chico, que relata unos hechos borrosos, de un
modo confuso, como alucinado, por momentos; no podemos estar seguros de
si nos cuenta la verdad o solamente una interpretación de la misma.
«¡Qué distinto luce el cielo según dónde lo mires a pesar de que todos
lo miramos desde la misma roca!». La pareja parece distanciada, ella,
María, es una figura ambigua, etérea —a veces no tiene rostro—, objeto
de deseo inalcazable a veces, oráculo de extraordinaria empatía en
otras. Un asesinato pasional, un cuerpo encontrado en la piscina,
alteran el orden y la calma tensa que impone el verano asfixiante. Algo
sucede, pero no sabemos qué. Llegan las familias de vacaciones —«la
civilización nos alcanzó»—, pero la realidad sigue sin estar enfocada.
Los personajes pasean, intentan hablar, pero hay un desencuentro
evidente, una fractura entre ambos cada vez más abierta. Y las nubes,
siempre las nubes, que lo cubren todo. Por las noches una manada de
perros salvajes merodea por la zona. El perro, que en no pocas
mitologías es símbolo del otro mundo o guardián de sus puertas. Tal vez
en esta idea se halle una clave para interpretar Sirio
—estrella también denominada Alfa Canis Maioris—, porque incluso se dice
que «intimidan a los ancianos» y «nadie sabe de donde proceden pero
todos intuyen que de un país lejano». Los perros cada vez están más
cerca, miran más fijamente, y son presagio de un final que no importa
que sea esperado: como sucedía en Balada —de un modo menos
extremo— su potencia visual es abrumadora, porque López Lam logra que el
clímax sea, sobre todo, gráfico, aunque la palabra tenga aquí, como en
todo el libro, un papel fundamental. Las diez últimas páginas de Sirio no se olvidarán fácilmente.
El papel jugado por Martín López Lam en
el cómic de vanguardia español es clave. Él y otro puñado de nombres más
han trascendido ya la fase de primera juventud, el tanteo propio de la
formación, y están situados ya en el mapa internacional de una forma muy
clara: Sirio admite comparación con cualquier otra obra de sus características de cualquier mercado. El paso de la autoedición a la edición convencional será clave para saber qué público tienen obras como ésta, o como el inminente Dios ha muerto (Bang Ediciones) de Irkus M. Zeberio,
que se presentan ya como libros contundentes, que un público general
puede identificar y que, además, pueden —y deberían— asociarse con otras
formas artísticas de vanguardia, quizás incluso antes que con la
tradición de la historieta.
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